El Rosario de Amozoc, Leyenda mexicana de la época colonial
Por Enrique Cordero y T.
Por Artemio de Valle Arizpe
El Rosario de Amozoc, Leyenda mexicana de la época colonial
Verde y Tranquilo es Amozoc, Una calle y silencio, otra calle y silencio; otra y otra más, y únicamente sosiego profundo, paz inalterable. Pero se sale de las calles centrales, de las que van a la plaza -de viejos árboles, de tosca fuente-, y en las que viven las personas de pro, y se escucha un grato tintineo de fragua al que le responde otro martillo y otro yunque distantes.
En este pueblo se labra exquisitamente el hierro. Famosos son sus oficiales de herrería y lo que hacen se estima mucho, tiene gran valimiento en todo el país. Su especialidad son las espuelas de Amozoc, se dice, y ya eso, es una ejecutoria indiscutible; nadie se atreve a ponerles reparos, sino todo es ponderarlas con admiración.
En este pueblo cada año, por el mes de julio, se hacía vistosa y solemne procesión, de gran fama en toda la intendencia de Puebla. Desfilaban en ella todos los vecinos, ricos y pobres, llevando cada uno de ellos en alto, con orgullo, con amor, un Santo Cristo. La procesión de los Cristos se le decía. Grandes, pequeñas y medianas imágenes de variadas formas, de madera colorida, rojas de sangre, llenas de anchas heridas, de cicatrices, de llagas abiertas, de cardenales de largos verdugones, con luengas cabelleras humanas y con cendales o enagüillas bordadas, ya de oro, ya de plata, ya de seda de colores. Iban también gráciles cristos de marfil, negros Cristos de Hierro, de bronce, de plata sobredorada; hasta los niños conducían crucifijos pequeños de un palmo, que salían de un ramo de flores bien compuesto.
Se rezaba el rosario con música y con cantos en todos sus misterios; se entonaban las letanías en las que el vetusto órgano casi se desbarataba de gozo; se hacía el ofrecimiento, y luego un predicador de fama esclarecida en la Puebla de los Ángeles decía un pomposo sermón, que a todos extasiaba, más por lo ilustre que era el orador que por lo que le entendían, y al terminar, siempre entre gozosos cuchicheos de aprobación, se ponía a andar la larga procesión de los Cristos.
Recorría la amplia nave, entraba por la antesacristía, en donde estaba apostado el sacristán, que, a modo de limosna, cobraba a cada Cristo medio real por derecho de peaje, y ya en la calle iba la procesión rodeando la parroquia, pasaba por enfrente del aplaza entonando alabanzas y luego volvía a entrar con sus cánticos lamentosos por la sacristía hacia el interior de la iglesia, en donde ya se daba la bendición con el Santísimo y cada quien se volvía a su casa complacido y feliz a comentar durante la parva cena del sermón, la compostura del altar, la música, los adornos y bordados que llevaban las imágenes de este o cual vecino.
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